Pelayo Fueyo
Oviedo, 2011.
Tras tres años de silencio poético Pelayo Fueyo vuelve a sumergirnos en su enigmático mundo de espejos, ventanas y niños que nunca lo fueron. En El cielo de las cosas encontramos enigmas disfrazados de metáforas. Un descenso a la caverna de Platón en el que nos vuelve a proporcionar esencias tras las apariencias. De alguna forma un viaje al otro lado, a su otro lado.
Pelayo Fueyo, (Gijón, 1967) no es un poeta fácil. Tampoco él ha querido serlo, y sigue conformando con este poemario que lo suyo es un diálogo con las figuras en el que el lector puede interactuar solo si realmente lo quiere. Leer a Pelayo es sumergirse en un mundo extraño y maldito que raspa, que pica, que deja sin aliento y sabe a poco y a la vez empacha para luego, dejar que el resto del día sus poemas sigan ahí, con quien lo ha leído, porque es imposible que el espíritu sensible lea a Pelayo y sienta indiferencia. Sus versos aparecen por las calles, en los parques, en los bares para hacer sentir esa intranquilidad que transmite el poeta. No puedes comunicar a nadie lo que sientes, porque Pelayo y tú, solo Pelayo y tú sabéis que, como dice su prologuista para El cielo de las cosas, Luis Bagué Quilez, sus versos están hechos de la misma materia de los sueños.
Publicado por la editorial KRK, dentro de su delicada (y aun escasa) colección Mala Letra, en esta ocasión Pelayo nos presenta apenas 21 poemas a disfrutar en pequeños sorbos. Deja en esta ocasión un gusto parecido en sus poemas a los recogidos en El mirador (Libros del Pexe, 1992) o a algunos de los que encontramos en la Parábola del desertor (Hiperión, 1997) haciendo resurgir en el ánimo del lector sensaciones y emociones del pasado quizá muy escondidas hasta sumergirlo en un mundo de ensoñaciones que, lejos de invitar a escaparse de él, pide sucesivas relecturas para involucrarse más profundamente en los propios secretos de la psique. En ese sentido Pelayo tiene algo (bastante) de cartógrafo para un viaje alucinante, haciéndonos descubrir nuestras propias cavernas en un incómodo recorrido desde el verbo hasta el sueño. Una travesía que él sigue realizando avituallándose de los grandes: Rilke, Mallarmé, Borges o T.S. Eliot entre otros. Con semejante alimento Pelayo tiene fuerza cuando habla de amor, pero no del evidente ([…]Cuando llegue la noche te besaré los párpados/ y te contaré el sueño donde te invento yo), de las sombras, propias y ajenas (Tu sombra es el silencio que reúne mi cuarto/ donde reposa un libro que me habla de ti […]) y de los laberintos que todos guardamos en nuestro interior con miedo a que un día afloren a la superficie de nuestra propia realidad (La lluvia, que ha mojado el laberinto,/ deshace la silueta/ del último transeunte […]).
Con un mundo propio que presenta ya desde su primera obra publicada, la magnífica, enorme Memoria de un espejo (Colección Zigurat, Ateneo Obrero de Gijón, 1990) Pelayo parece querer compartir los restos de un universo que posee en su interior y que poco a poco se hunde, compartiendo sus complejas emociones y reproduciéndolas en el lector sensible que es cómplice de su proyecto de escritura intrigante y enigmático. A veces no sabemos si es Pelayo como tal el que habla o si es algún antiguo mito antiguo quien, tras la peculiar voz de Pelayo, reverbera su llanto por la lejanía de su amada, o si es el propio espejo quien nos habla, o si son todos los muñecos que nunca hemos tenido y que ya muestran sus arrugas, o si es nuestra infancia la que emerge como en un sueño, o si, al cerrar su poemario todavía seguimos allí donde no somos dueños de nuestro pensamiento, porque en sus páginas aún permanece nuestra alma. Así es su cosmovisión, una estampa particular en la que todo, lentamente, parece en movimiento, la angosta ascensión a un puerto para así poder ver el horizonte de una forma más clara.
Pelayo es un autor a reivindicar. Barroco sin mostrarlo en sus versos, a simple vista limpios, incluso en ocasiones ágiles pero con un trasfondo complejo no apto para todas las sensibilidades. Su poesía es como esos falsos llanos que tanto odian los ciclistas. Abrir cualquiera de sus libros (y este no es para nada, excepción alguna) es decidir: Quedarse en la mera apariencia o conocer las esencias allá, en el cielo de las cosas.
Buena reseña, has sabido captar, perfectamente, la poética del autor; Pelayo Fueyo es -como bien dice José Luis Piquero- el mejor poeta asturiano del momento.
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