El
genio que posaba en el MoMa de Nueva York en 1942 con la ciudad a sus pies, un
cigarro negro en la mano izquierda, traje gris oscuro, chaleco, corbata
impecable, sujetándose los tirantes con
los pulgares y sonriendo, ahora es un anciano que remueve con una cuchara una
jarra helada. <<Qué epoca diabólica
la nuestra: la multitud, la niebla tóxica, la promiscuidad, la radio, etc. Yo
volvería encantado a la Edad Media ,
siempre que fuese antes de la Gran Peste
del siglo XIV>>, llegó a decir.
Casi ciego, más sordo aún, dice que aún siente la emoción de
la tamborrada de su pueblo en la mañana de Viernes Santo. En realidad siempre
la ha sentido allá donde estuviera. El DF, París, Madrid, Berlín, Venecia... Jamás ha olvidado el sabor de los
melocotones dulces en septiembre, ni tampoco ha superado el miedo a volar.
<<O aquí o allí>>, decía
cuando llegaba a América, siempre por una larga temporada.
Ahora es realmente feliz por primera vez en su vida. Lee y
relee “La vejez”, de Simon de Buvuar y ya no hay ataúdes corriendo solos en el
desierto, profetas sobre su pedestal ni hombres del saco que se parecen a
Fernando Rey llevando un costal gris ajado porque sí. La felicidad absoluta la
ha conseguido a pesar de la edad y de la oscuridad de la obra de Buvuar gracias
a la impotencia. Al nulo deseo sexual que, enterrado en los años, alcohol y
tabaco, ha hecho al genio abandonarlo todo, ser uno de sus olvidados, dejar
salir a los apresados en su “Ángel exterminador” y que por fin echen a volar,
como lo hicieron sus días, sus sueños, la luna que es un ojo con una cuchilla
que lo corta.
El loco de Calanda todavía bromea y hace unos días que ha
firmado, bajo notario, ceder todos sus bienes a Nelson Rockefeller, el hombre
más rico de la tierra. Desea con todas sus fuerzas que su obra se incinere y
desaparezca a la vez que su maltrecho cuerpo,
¿toda ella?, no. Toda no. Podéis quemar las películas, la asquerosa
autobiografía en la que al final pide poder levantarse de la tumba cada diez
años a leer el periódico y volver a dormir durante otros diez y así
sucesivamente. No, todo su legado no. El genio fue vasto y rudo, pero nadie
consiguió superar su obra maestra, el delicado pulso del orfebre, aquel que
amarró un burro muerto a un piano y dos monjes, aquel que puso liguero y
bigotes a Silvia Pinal y la llamó Satán. Catherine Denueve como Belle de Jour
pasea por la Rúe Chénier
buscando un prostíbulo, el más sórdido para trabajar en el, dejando a su paso
un rastro de Chanel nº5 para poder regresar a su hogar de rica, a sus viajes y
sus compras.. Sed para Simón en el desierto, años en un pedestal y al final
acabar en un antro de jazz; siempre lo mismo pero siempre diferente, el genio
no puede parar de crear.
Y no, no eran películas lo que Buñuel concebía al final de
su vida, sino cócteles basados en Dry Martini. Un poco de ginebra aquí, un rayo
de sol que atraviese una botella de Noilly Prat por alláy luego choque contra el Martini seco,
muy seco. Las copas, la ginebra y la coctelera con al menos doce horas de frío
para luego tomarlo siempre entre las doce y las tres, ni un minuto menos ni un
minuto más, sino ¡sacrilegio!
El genio se relame en esa burbuja surreal en la que vive. Es
lo mismo que ni vea ni escuche. Felicidad en un coctail de Martini, felicidad. Me gustaría ver la cara de Rockefeller al leer
el acta notarial en el que Buñuel le cedía todos sus bienes materiales, pero he
de confesar que entre toda la obra de Buñuel sin duda me quedo con una de sus
últimas frases, etílica y onírica, como su autor, que decía así:
"A fin de
cuentas la edad no importa, eso sí, a no ser que usted sea un queso".