martes, 24 de octubre de 2017

Dry Martini



El genio que posaba en el MoMa de Nueva York en 1942 con la ciudad a sus pies, un cigarro negro en la mano izquierda, traje gris oscuro, chaleco, corbata impecable,  sujetándose los tirantes con los pulgares y sonriendo, ahora es un anciano que remueve con una cuchara una jarra helada. <<Qué epoca diabólica la nuestra: la multitud, la niebla tóxica, la promiscuidad, la radio, etc. Yo volvería encantado a la Edad Media, siempre que fuese antes de la Gran Peste del siglo XIV>>, llegó a decir.

Casi ciego, más sordo aún, dice que aún siente la emoción de la tamborrada de su pueblo en la mañana de Viernes Santo. En realidad siempre la ha sentido allá donde estuviera. El DF, París, Madrid, Berlín, Venecia... Jamás ha olvidado el sabor de los melocotones dulces en septiembre, ni tampoco ha superado el miedo a volar. <<O aquí o allí>>, decía cuando llegaba a América, siempre por una larga temporada.

Ahora es realmente feliz por primera vez en su vida. Lee y relee “La vejez”, de Simon de Buvuar y ya no hay ataúdes corriendo solos en el desierto, profetas sobre su pedestal ni hombres del saco que se parecen a Fernando Rey llevando un costal gris ajado porque sí. La felicidad absoluta la ha conseguido a pesar de la edad y de la oscuridad de la obra de Buvuar gracias a la impotencia. Al nulo deseo sexual que, enterrado en los años, alcohol y tabaco, ha hecho al genio abandonarlo todo, ser uno de sus olvidados, dejar salir a los apresados en su “Ángel exterminador” y que por fin echen a volar, como lo hicieron sus días, sus sueños, la luna que es un ojo con una cuchilla que lo corta.




El loco de Calanda todavía bromea y hace unos días que ha firmado, bajo notario, ceder todos sus bienes a Nelson Rockefeller, el hombre más rico de la tierra. Desea con todas sus fuerzas que su obra se incinere y desaparezca a la vez que su maltrecho cuerpo,  ¿toda ella?, no. Toda no. Podéis quemar las películas, la asquerosa autobiografía en la que al final pide poder levantarse de la tumba cada diez años a leer el periódico y volver a dormir durante otros diez y así sucesivamente. No, todo su legado no. El genio fue vasto y rudo, pero nadie consiguió superar su obra maestra, el delicado pulso del orfebre, aquel que amarró un burro muerto a un piano y dos monjes, aquel que puso liguero y bigotes a Silvia Pinal y la llamó Satán. Catherine Denueve como Belle de Jour pasea por la Rúe Chénier buscando un prostíbulo, el más sórdido para trabajar en el, dejando a su paso un rastro de Chanel nº5 para poder regresar a su hogar de rica, a sus viajes y sus compras.. Sed para Simón en el desierto, años en un pedestal y al final acabar en un antro de jazz; siempre lo mismo pero siempre diferente, el genio no puede parar de crear.

Y no, no eran películas lo que Buñuel concebía al final de su vida, sino cócteles basados en Dry Martini. Un poco de ginebra aquí, un rayo de sol que atraviese una botella de Noilly Prat  por alláy luego choque contra el Martini seco, muy seco. Las copas, la ginebra y la coctelera con al menos doce horas de frío para luego tomarlo siempre entre las doce y las tres, ni un minuto menos ni un minuto más, sino ¡sacrilegio!




El genio se relame en esa burbuja surreal en la que vive. Es lo mismo que ni vea ni escuche. Felicidad en un coctail de Martini, felicidad.  Me gustaría ver la cara de Rockefeller al leer el acta notarial en el que Buñuel le cedía todos sus bienes materiales, pero he de confesar que entre toda la obra de Buñuel sin duda me quedo con una de sus últimas frases, etílica y onírica, como su autor, que decía así:

"A fin de cuentas la edad no importa, eso sí, a no ser que usted sea un queso".





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